Hace más de una década
que lo conozco y, más allá de la madurez que dan los años y la experiencia,
poco más ha cambiado en él. Sigue siendo aquel hombre serio, tímido, elegante,
con hechuras de torero dentro y fuera de la plaza, de pocas palabras, sólo las
necesarias para defender su concepto del toreo, algo bohemio pero con los pies
en la tierra…
Él es así, artista y torero,
culto e inteligente, caballero de los de antes y de los que quedan pocos, de
los que miran a los ojos y ganan en las distancias
cortas… Es sencillo, sin dobleces, algo solitario e intimista, pero abierto y
cercano en sus círculos más cercanos…
Luchador nato, de esos
de los que por mil veces que caiga, mil veces se levanta, capaz de reinventarse
y continuar apostando por su gran pasión… Soñador e iconoclasta, de sonrisa
contenida pero corazón agradecido, de los que son capaces de darlo todo a
cambio de nada o de casi nada…
De modales exquisitos y
soberanas maneras, educado, directo y con fuerza… esa fuerza que algunos
confunden con soberbia y que es más que necesaria para mantenerse en pié entre
reses, empresarios y aficionados (que no entendidos y que no es lo mismo). Es
inagotable e incombustible, incapaz de tirar la muleta, de abandonar la montera
o de dejar de pisar el campo.
El campo… su espacio,
su hábitat, el lugar en el que se encuentra a sí mismo y en el que se
reencuentra con sus instintos más toreros, con sus pasiones más inconfesables…
Es maestro y de sangre caliente, temperamental, de mirada limpia y clara y
humano, muy humano…
Porque por encima del
torero está él, su esencia, su interior y su alma… y porque sólo conociendo al
hombre se conoce al diestro del toreo eterno, de la izquierda magistral, de los
cuadros grabados a fuego en la retina…
Él es así… Él es Juan
Antonio Millán Herrador.
Por: Chesca Martínez
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